Por Cristina Ponte, responsable de Control de calidad de Nóvalo

Tengo dos hijas. Tienen siete y cinco años y las dos son «grandes lectoras», porque sus padres nos hemos preocupado de que les guste «leer» desde bien pequeñas. En su biblioteca hay un poco de todo, incluso cuentos en otros idiomas que los amigos viajeros nos traen de los destinos más variados.

Hasta ahora, mientras ellas no han podido hacerlo solas, yo he sido su cuentacuentos particular. No solo eso, también he sido yo la encargada de elegir sus lecturas por ellas y tienen los cuentos que yo he querido que tengan. Esta elección de los padres no es baladí ya que afecta en gran medida a la industria de la literatura infantil. En el proceso que abarca desde la creación de una obra literaria infantil hasta que esta descansa por fin en la librería de un niño, los padres son los últimos de varios intermediarios, después del propio autor, la editorial y el librero; y, en el caso de obras escritas en otros idiomas, del traductor, que se suma a este proceso que no es sino una sucesión de elecciones que determina finalmente qué libros llegan al público infantil y, lo que es más, en qué grado estos son fieles al texto original. Si bien es cierto que todos ellos procuran considerar en su elección las necesidades y los deseos de los niños, también lo es el hecho de que ninguno de ellos es un niño y, por tanto, no piensa ni actúa ni ve el mundo como un niño.

Los conceptos de infancia, niño y, por extensión, literatura infantil han variado enormemente a lo largo del tiempo. En Europa, hubo épocas en las que el niño era un adulto incompleto que debía adquirir cuanto antes los valores morales y demás características propias del adulto y, para que lo lograra, se le presentaba el mundo tal como este era, sin edulcorarlo ni enmascararlo en modo alguno. Sin embargo, a principios del siglo XX, se adoptó la idea de que el niño era un ser inocente al que había que proteger de la cruel realidad del mundo y, para protegerlo, algunas obras se adaptaban en grado sumo, cambiando incluso el final, para evitar al niño la crudeza y el dolor de la vida.

Hoy en día, la definición de estos conceptos también difiere de una cultura a otra. Sigue habiendo culturas que protegen al niño; en otras, los niños simplemente no pueden quebrantar las normas establecidas por los adultos; otras defienden la idea de que el niño no debe identificar en la obra nada ajeno a él, a su mundo, a su entorno; todo debe resultarle familiar o perderá el interés por la historia.

Johnny likes peanut butter. Son cuatro palabras. Un enunciado directo. No puede ser más claro. Pues bien, ¿cómo traducirías estas cuatro palabritas? Piénsalo y sigue leyendo. A ver si al final de esta exposición lo harías de otra manera.

«La traducción literaria infantil es muy fácil. ¿Qué dificultad puede entrañar la traducción de un par de líneas que no hacen sino acompañar a una ilustración?». Esta idea la comparten no solo personas completamente ajenas al mundo de la traducción, sino también traductores de otros campos de especialización e incluso traductores de literatura para adultos.

¿Fácil? Nada más lejos de la realidad. Incluso la frase más sencilla puede plantear varias dificultades, aparte de las comunes a cualquier traducción. Se ha escrito mucho sobre la traducción de literatura infantil y hay diversas corrientes y teorías que defienden enfoques diametralmente opuestos.

En la práctica, en un país determinado, la traducción de obras literarias infantiles se restringe normalmente a obras procedentes de culturas similares, con las que el lector puede identificarse porque la estructura sociocultural que reflejan es muy parecida a la suya. Descartado por tanto todo el conjunto de literatura de culturas completamente ajenas, los retos que se le plantean al traductor en forma de referencias culturales siguen siendo numerosos.

En lo que respecta concretamente a los objetivos de la traducción de literatura infantil acordados en la actualidad, estos son contradictorios: ampliar las miras del niño para que conozca otras culturas y entornos, poner a disposición del niño un mayor volumen de literatura, contribuir al desarrollo del conjunto de valores del niño y ofrecer al niño un texto que pueda comprender dado su limitado conocimiento. El primer objetivo y quizás el segundo justificarían la fidelidad al texto original, mientras que los dos últimos exigirían la modificación o adaptación de este. ¿Por qué no iba a entender un lector de España que a Johnny, un niño que vive muy lejos y que habla inglés, le gusta la mantequilla de cacahuete, una especie de pasta untable hecha con cacahuetes? Pero por otra parte, ¿qué necesidad hay de detener la lectura para preguntar cómo se pronuncia el nombre del niño o qué es la mantequilla de cacahuete si la frase «A Juanito le gusta el chocolate» no afecta al desarrollo ni al desenlace de la historia?

Algunos teóricos defienden que el traductor de literatura infantil puede permitirse más licencias que un traductor de literatura para adultos, siempre que se ciña a los dos principios siguientes:

  • Libertad para modificar el texto para que sea adecuado y útil para el niño, y siempre según lo que la sociedad considere «bueno para el niño».
  • Libertad para modificar la trama, los personajes y el idioma para adaptarlos al nivel de habilidad y comprensión lectoras del niño.

En España se han llevado a cabo algunos estudios para tratar de dilucidar cuál de los dos enfoques es más apropiado, si el respeto al texto original o la adaptación a la cultura de destino. Si me preguntaran a mí, de entrada me declararía partidaria de que los niños conozcan otras culturas, por supuesto; y no veo ningún problema en responder a las preguntas que mis hijas puedan plantearme sobre lo que comen otros niños en otras partes del mundo, igual que disipo sus dudas sobre comidas y otras cosas de aquí que tampoco conocen y por las que también me preguntan. Sin embargo, me ha llamado la atención un estudio empírico (enlace caído) realizado en dos colegios de Granada y Madrid, con tres grupos de niños de siete años. Cada uno de estos grupos leyó una de tres versiones de un mismo cuento: una versión extranjerizante (totalmente fiel al texto original y, por consiguiente, a la cultura de origen), una versión domesticante (adaptada al máximo a la cultura de destino) y una versión mixta (traducción publicada a partir de la que se obtuvieron las otras dos versiones una vez manipulado el texto en una u otra dirección). Luego todos los niños respondieron a dos cuestionarios, uno de comprensión lectora y otro de motivación y memoria, que se centraban en los nombres propios y apodos y otras referencias culturales, como las comidas y las monedas. Las conclusiones del estudio, expuestas a continuación, hacen que reconsidere mi respuesta inicial:

Leer textos en los que se han traducido los nombres de persona favorece la capacidad de recuerdo y de identificación con la cultura de llegada.

Leer textos traducidos con referencias culturales desconocidas dificulta el proceso general de comprensión y recuerdo en niños de corta edad.

Dicho todo esto, Johnny likes peanut butter.